Los hikikomori son jóvenes que, abrumados por las modernas ciudades japonesas y la competencia laboral y económica, deciden recluirse en sus cuartos por meses o incluso años.
En contraste, existen las hanamachi o ciudades de las flores, en las que deambulan muñecas de porcelana vivientes.
En contraste, existen las hanamachi o ciudades de las flores, en las que deambulan muñecas de porcelana vivientes.
En el año 794, Kioto era la elegante capital de Japón. En ella se concentró una élite interesada en satisfacer placeres estéticos y místicos. Lo único que importaba era la consecución del deseo y el objeto de ese deseo estaba representado por una mujer bella y envuelta en telas preciosas. Entre el año 1100 y el 1500 aparecieron las shirabyoshi, predecesoras de las geishas. Vestidas con ropas algo masculinas, eran bailarinas eróticas, trovadoras y cortesanas. Cuando en 1590 el general Toyotomi Hideyoshi logró unificar Japón, el mundo del trabajo y el mundo del asobi (juego) se separaron y dio inicio la construcción de un barrio del placer en Kioto: La ciudad del Sauce. Ahí se estableció una nueva clase de mujeres conocidas como odoriko o “danzarinas” que, a pesar de vivir en el barrio de las prostitutas, se dedicaron a las artes. Así surgió la profesión de las geishas: vocablo que literalmente significa “personas de las artes”, que nada tienen que ver con las “artes amatorias” de ciertas mujeres que se pasean por las hanamachi vestidas con kimonos baratos.
Tradicionalmente, las geishas comenzaban su preparación a los seis años, seis meses y seis días de edad. Actualmente se inician a los quince años porque el Estado las obliga a concluir la educación secundaria. Al ingresar a la okiya o casa de las geishas, la joven aprendiz debe romper toda relación con su pasado, incluidos sus padres. También debe olvidarse de su antiguo nombre. Como símbolo de pertenencia a otro mundo, se le otorga uno nuevo, generalmente el de alguna flor.
La Madre o Abuela es la cabeza de la okiya y es quien se encargará de administrar los recursos que gane la geisha a lo largo de su carrera profesional. La okiya está obligada a costear la comida, el alojamiento, las matrículas de los distintos cursos, los kimonos, las pelucas y el resto de ornamentos que requerirá la geisha para realizar su trabajo. Mientras no pague su deuda, es una esclava.
Las maiko (aprendices) practican el arte de la danza y el canto; también se les enseña a tocar el shamisen 1 y la flauta.
A cada maiko se le asigna una Hermana Mayor geiko, una geisha calificada y reconocida que ya ha terminado su preparación formal y que tiene por obligación guiar el arduo camino de la maiko —una media joya, todavía no una geisha. Al tiempo que es maestra, la Hermana Mayor es ama y señora de la aprendiz, que debe cumplir hasta el más pequeño de sus caprichos.
La vestimenta de una maiko es muy distinta a la de una geiko: el cuello del kimono cae dejando a la vista la nuca, zona erógena por excelencia en Japón. El rostro y el cuello están cubiertos por una densa capa de maquillaje blanco, a excepción de dos o tres franjas que muestran la piel desnuda. El kimono es de colores brillantes y elaborados diseños. El obi o moño está amarrado en la parte de atrás y llega casi hasta el suelo2 . A veces es tan pesado, que puede hacer que la joven pierda el equilibrio. El traje de una geiko es más discreto, pero no por ello menos elegante. En lugar del copioso peinado de las aprendices –un moño gigantesco que se sujeta con cera caliente y aceite de camelia llamado “hendidura de melocotón”–, las geiko llevan katsuras o pelucas. El maquillaje blanco es sutil y jamás se utiliza después de los treinta años.
Una geisha debe conocer la tradicional ceremonia del té. La escritora Leslie Downer la describe como “una práctica a medio camino entre el tai chi y la misa católica, pero a una escala más íntima”. Un grupo de personas se reúne en una pequeña habitación con un hogar para calentar el agua y una especie de capilla en la que se colocan flores y pergaminos con poemas y pensamientos. Todos se sientan en el suelo cubierto con tatami y beben maccha, un té verde espumoso y amargo que se acompaña con dulces tradicionales. Los objetos deben encontrarse dispuestos en una forma específica e inalterable. La ceremonia es una muestra de la perfección estética que comparten las artes japonesas –que muchas veces se aproximan a los conceptos del budismo zen. Las geishas también deben dominar el arte de la conversación y el arreglo floral o ikebana, que consiste en la creación de pequeños mundos asimétricos hechos con flores; y el shodo, un tipo de caligrafía que se encuentra entre las bellas artes más populares de Japón.
El trabajo de una geisha consiste en animar las fiestas con juegos un tanto infantiles, conversar con los clientes y servir el té o el sake. Las más hermosas, las tachikata, bailan; las jikata tocan el shamisen o cantan. La geisha debe aparecer impecable y seducir con la elegancia de una mascada de seda que juega con el viento. Bajar los ojos, al servir el sake, dejar deslizar un poco de tela del kimono para que la piel quede al descubierto, iniciar un juego sutil entre el deseo y el rechazo, no mostrar emociones y, sobre todo, nunca hablar del amor —considerado grosero y fuera de lugar por la okiya.
Después de una o dos horas, la fiesta ha llegado a su fin. Con frecuencia, los occidentales se sienten obnubilados con la actuación de las geishas, ya que el baile no es muy rítmico y la música y el canto les parecen disonantes. El cliente japonés –que conoce y aprecia las artes tradicionales– es capaz de pagar miles de yenes con tal de pasar unos momentos extra con la geisha más afamada de Kioto. Y aunque el amor está prohibido, el coqueteo es primordial. Incluso puede conferir libertad a la geisha. Un cliente puede decidir convertirse en danna, un protector titular que la libere de su deuda con la okiya.
Un tanto rígida por el peso de varias horas de labor en su cabello, arrastrando un prolongado lazo que aprisiona su cintura, mostrando un rostro que no es el suyo y respondiendo a un nombre distinto al que le dieron sus padres, la geisha se niega a sí misma. Se ve obligada a guardar todo lo que ella es en una caja que se encuentra en el lugar más recóndito de sus adentros. El personaje toma el poder.
Desconcierto. Eso es lo que provoca una mujer que todo el tiempo busca aparecer graciosa, inalcanzable, perfecta. Pero cuando cae la noche y se encuentra sola en su habitación con la cara limpia y el cabello suelto, la geisha se enfrenta al espejo y a una sola realidad: es humana, pero no común y corriente. Además de ser artista, ella misma es una obra de arte que nace y muere cada día para invitarnos a un mundo secreto.
Y ahora a estudiar